A las puertas de El Apartamento: las imágenes de la soledad.


Dirigida por Billy Wilder, alumno aventajado de Lubitsch, para muchos ―superando a su maestro― el mejor director de comedia de la historia (aunque podríamos fácilmente eliminar el complemento de la oración y seguiría siendo igual de cierta), heredero temprano de la screwball e influencia elemental para todo el cine posterior: consolidándo, por ejemplo, ―y ya fuera del género al que generalmente se le asocia― el cine negro norteamericano clásico (Perdición, 1944). 


Jack Lemmon y Shirley MacLaine en El Apartamento (1960)

El apartamento, protagonizado por Jack Lemmon (Con faldas y a lo loco, 1959) y Shirley MacLaine (Irma la dulce, 1963) en completo estado de gracia, entre otros, es la vigésima película de Wilder como director. Un empleado de una empresa de seguros trata de subir en el escalafón corporativo prestando su piso como una suerte de picadero para sus superiores. En verano no le importa, pero en las noches de invierno su actividad se vuelve insufrible. Siempre para él, por supuesto. Jack Lemmon no podía entrar en su casa en navidad, tal vez, después de todo, no poder salir no es para tanto. 


Con esta premisa, el autor de origen austrohúngaro ―que no falte en ningún artículo sí se presenta la ocasión la filia berlanguiana (ahora que podemos usar este adjetivo)― habla, de la forma más demoledora, sobre la soledad, la frialdad del capitalismo salvaje (uso, y recomiendo usar, este término con precaución, por sencillo que resulte asociarlo al discurso de la película) y, ante todo, el paso tiempo.


Por otro lado, debo confesar que a menudo este tipo de afirmaciones tan generalizadoras me resultan casi ridículas: La película habla del paso del tiempo, de acuerdo, ¿y qué diablos significa eso? ¿Qué película no habla del paso del tiempo? Aunque es mucho más fácil, por supuesto, y se ahorra uno tiempo despechando cualquier obra con una frase que se memoriza con facilidad. Hagamos, sin embargo, aunque sea puntualmente, un ejercicio de concreción. El caso lo merece. 


Analicemos en detalle los primeros seis minutos de la película. Sirve también como prueba de la maestría de su director, que logra en tan solo una quincena de planos situar la historia, a su personaje y el conflicto de toda la cinta, mientras configura ya los pilares fundamentales de la historia, de nuevo: la soledad, la frialdad y el paso del tiempo.

 


El primer plano después de la secuencia de títulos —con mucha probabilidad rodado con un helicóptero— presenta una ciudad con una cámara inconforme, que se mueve sin control trazando líneas verticales y casi recuerda a un acercamiento formal del documental. Un entorno donde la realidad no solo parece amenazadora sino terriblemente cruda. Esta crudeza será una de las claves del resto de la narración. 


El segundo plano, la introducción de la oficina, el lugar de trabajo, en el que acontecerá parte de la acción principal de los protagonistas, resulta tremendamente revelador. De la muchedumbre (porque no son otra cosa) que camina por la calle, la cámara realiza una panorámica vertical al edificio. Solo importa eso, el trabajo te engulle. La angulación contrapicada de la cámara ayuda a reforzar la idea de un entorno hostil. 


De ahí pasamos a un plano general del interior de la oficina, ahora picado, generando el efecto contrario. Nuestro protagonista, que solo escuchamos en off podría ser cualquiera. Esto no puede tomarse a la ligera: La primera aparición del personaje es en el fondo del plano, casi sepultado por la gente. Es el protagonista, pero en su entorno no es nadie. 


En el siguiente plano, ahora sí, la cámara se centra en el personaje. Pero lo hace desde un perfil que oculta la mitad de su rostro. Es un punto de vista que retrata a un hombre desarraigado, casi encarcelado entre escritorios. Sigue rodeado de gente, pero está completamente solo. Los otros personajes más cercanos en plano le dan la espalda y el resto parecen más bien una prolongación de sus maquinas de escribir. 


En el quinto plano de la secuencia, el paso del tiempo aparece en el centro del encuadre. Un inserto de un reloj —elemento que tendrá más adelante en la narrativa una importancia elemental—, que marca la preocupación de Baxter. La angulación tampoco es una casualidad, el contrapicado vuelve a reforzar la execración del lugar. 


El plano inmediatamente posterior son, en realidad, dos. Aquí la soledad del personaje se vuelve literal con un fundido encadenado (el plano se disuelve sobre otro) a la oficina con Baxter solo. La posición de cámara es la misma que en el tercer plano. Todo sigue igual, pero el tiempo ha pasado y la gente se ha ido. Con esta última frase se pueden describir todas nuestras vidas. 


En el octavo plano volvemos al apartamento. Mientras lo convencional hubiera sido cortar sobre Baxter y hacer la panorámica después a la puerta del edifico. Siempre es más fácil cortar sobre un personaje que ya teníamos en una escena anterior. Sin embargo, Wilder opta por hacer el viaje contrario. Con esto deja claro la disociación entre el personaje y el lugar en el que vive, pero en el que no puede entrar. 


Con la mirada del personaje cortamos a la ventana del apartamento iluminada (de nuevo la angulación contrapicada). E inmediatamente abandonamos al protagonista a su suerte en la calle y entramos en el piso.  Dentro, en el plano diez, la cámara está completamente estática. Esto tendrá una rima interesante cuando volamos a la calle. El personaje del hombre se mira aquí en un espejo —otro elemento fundamental de la narrativa del film, que con toda seguridad recordarán—.


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En el plano once volvemos con Baxter. Ahora el movimiento de cámara se vuelve un signo emocional del personaje. De su incomodidad y la inestabilidad de su vida. Hubiera sido normal hacer que el actor se moviera porque pasa frio, pero la cámara decide también dirigir el movimiento. Un travelling a la izquierda, una pausa, y un travelling a la derecha, otra pausa, y, de nuevo, un travelling a la derecha. Todo da vueltas sobre sí mismo para volver exactamente al punto inicial. La frialdad se vuelve gramatical. 


De nuevo, la misma operación. Con la mirada cortamos a la ventana del apartamento. Pero ahora la luz está apagada y cortamos al personaje de espaldas, que se esconde como un furtivo en la puerta de su propia casa. La cámara realiza en este plano dos panorámicas verticales para reencuadrar la acción. La mirada sigue primero a la pareja (el deseo oculto del protagonista) bajando y después a él subiendo. 


En el décimo cuarto plano, el primero en el que le vemos en su casa, la imagen se vuelve literal. Es una silueta en su propia vida (de nuevo la angulación es contrapicada). Una sombra. Nosotros, como todo el mundo, hemos entrado en su casa antes que él, el último mono del escalafón incluso para eso. Este conflicto se muestra como parte de una rutina con la simple acción de Baxter mirando el correo. Nada de esto es una anomalía para él. Después de una panorámica horizontal, seguimos el movimiento en el que sube las escaleras con una panorámica vertical. 


Personalmente, cualquier secuencia que incluya a un personaje subiendo una escalera me resulta fascinante. Por el simple hecho de que este tipo de acciones son las más susceptibles de convertirse en elipsis. Pero aquí es importante. De nuevo, la crudeza: en la vida hay que subir escaleras. 


En el plano quince, Baxter —disculpen la insistencia, pero, de nuevo, picado: Wilder no desperdicia ninguna oportunidad de hacer más pequeño a su personaje — le da la espalda a la cámara. Después de otra pausa, porque cuando todo parece que va a salir bien y podrá, por fin, entrar en su casa, todavía hay que esperar a charlar un momento con la vecina entrometida de turno, Baxter abre la puerta de su apartamento. 


El décimo sexto plano acaba de definir la relación del protagonista con su entorno. Cuando consigue entrar en su casa lo hace como un intruso.  Todo está oscuro y solo queda él.


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