Una carta con amor

Lo anhelemos o lo detestemos el amor lo mueve todo, así de sencillo y libre lo digo. Supongo que por este motivo me parece que esta es la mejor forma de presentarme. Escribiendo por amor.


Carta de una desconocida (Max Ophüls 1948)


Se dice que la infinitud se encuentra en la oscuridad del cosmos, solo decorado por astros, satélites y estrellas tan bonitas como minúsculos. Por otro lado, Milan Kundera relata que la infinitud se encuentra al cerrar los ojos y que lo más cerca que estamos del infinito es cuando besamos o tenemos un orgasmo. Yo, en cambio, creo que el infinito lo encuentro al ver una luz proyectada en una pared, con los ojos bien abiertos. Y dejadme que me explique:


Tenemos el instinto humano de perdurar. Como enemigos tenemos al tiempo, la muerte y el olvido -eternos y distantes-. Como solución, aquellas pequeñas motas que llamamos recuerdos y lo que podemos hacer con ellas: historias.


El recuerdo es capaz de ser eterno en una vida. Pero cuando se convierte en historia, es infinito, para siempre. En esa pequeña brecha, se abre lo más bonito del ser humano. Momentos en el que somos felices, en el que nos olvidamos hasta de que respiramos, instantes en los que levantamos los pies del suelo y bailamos entre las estrellas. Donde todo, absolutamente todo, merece la pena: La fantasía. Y quien diga que la fantasía no mueve el mundo que venga y le hablaré de Dios, del que sea, de Jesucristo, Alá, Yahvé, del equilibrio, de elefantes voladores con 7 piernas o Padres que tienen hijos con sus propios hijos. A fin de cuentas son lo mismo, historias de fantasía para entender la realidad.


La insoportable levedad del ser (Philip Kaufman, 1988), historia de Milan Kundera


Naciendo en la hogueras, ellas, las historias, son nuestro granito de infinitud, nuestra forma de perdurar, el arte nacido del recuerdo con la luz como medio. Y mi forma de amar las historias es el gran juego de un solo foco enfrentado al absoluto negro. Eternidades creadas por el hombre llevadas hasta, lo que es para mí, su máxima catarsis, pinturas en movimiento pintada por los claros. El cine.


Entro a un cine y, aunque me moleste el sonido de las palomitas masticadas por ajenos y el resoplido de las pajitas cuando alguien absorbe un refresco casi vacío, yo sigo queriendo ir. Porque ahí, durante el tiempo que dure una película, siento la más bonita eternidad. Un infinito que solo existe en ese espacio. Un pequeño paréntesis en el que la realidad no supera la ficción. 


Solo estoy yo, la o las persona afortunadas o generalmente desafortunadas de compartir el metraje conmigo y algo más de hora y media en la que siento, pienso, disfruto y me transporto a un lugar que no sabría definir -eso siempre y cuando una película sea buena, claro-. Porque cuando lo es, algo en mí puede haber cambiado, aunque nadie se dé cuenta. Me pasó al ver a Emma Stone y su vestido amarillo en La La Land cantando para la audición, me pasó al ver Persona, me volvió a pasar con 10.000km, con el Club de la Lucha, con el final de los Paraguas de Cherburgo, cada vez que veía a Diane Wiest achinar los ojos al sonreír en Hannah y sus Hermanas, cuando escuché The Moon Song en Her, cuando Mitsuha abrió la palma de su mano en Your Name, al ver a Banderas dirigiendo a Penélope Cruz en Dolor y Gloria… El existencialismo y la locura de Woody Allen, la pasión e introspección de Bergman, el amor al arte de Chazelle, la naturalidad de Marqués-Marcet, los personajes de Miyazaki, las chicas de Almodóvar... eternidades que yo he querido que sean eternas, que he querido recordarlas. 


Los paraguas de Cherburgo (Jaques Demy, 1964)


Lo que quiero decir en mayor medida, es que cada uno tiene sus maneras de aprender, de crecer, de recordar, de olvidar... vamos, de ser quien es. Pero yo, cuando más yo me siento es cuando termino de ver una película que me ha gustado y que, marchándose de la realidad, se ha convertido en algo eterno, donde todo tiene sentido.

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