¿Pueden las imágenes salvarnos? La pregunta de Alex Garland en ‘Civil War’
La nueva película del director y guionista Alex Garland (‘Men’, 2022) nos planeta un debate que trasciende a su trama ―una de esas distopías que podrían ocurrir mañana―: ¿Pueden las imágenes del horror salvarnos de sufrirlo?
Lee (Kirsten Dunst) ―una reputada fotorreportera de guerra― ha visto de todo. Las imágenes más terroríficas y violentas imaginables aparecen en su retina cuando intenta dormir en una fría habitación de hotel. Lo mismo que le sucedía a Martin Sheen al inicio de ‘Apocalypse Now’ (1979) con The Doors sonando de fondo. Pero las imágenes ―que nos interpelan directamente en forma de flashbacks― han perdido aquí cualquier poética, cualquier posible belleza (aunque ya fuera ínfima), que pudieran tener aquellos encadenados sobre el Napalm de Coppola.
Un pobre hombre es quemado con vida. Esa es la imagen. No tienes escapatoria. El hotel y la guerra ya no están en un lejano país de oriente. La guerra está en casa. ‘Civil War’ no es una película sobre la guerra ―ni la guerra misma, como definía Coppola a su obra maestra―, sino un film sobre las imágenes de la guerra, sobre cómo se narran las guerras.
La captura de una captura
La citada secuencia del hotel ―casi al inicio de la historia― funciona como una declaración de intenciones. A lo largo del viaje ―físico (es una road movie, ese género tan americano), pero sobre todo emocional― que realizan los protagonistas, el film nos confronta de forma continua con todo tipo de imágenes violentas ―filmadas de forma explícita y con una factura sobria y realista―: Hombres colgados que se desangran como animales, ejecuciones de soldados indefensos o fosas comunes con cientos de cadáveres amontonándose, por describir algunos ejemplos. Estas son las imágenes que los protagonistas toman con sus cámaras ―para documentar el horror de la guerra, para mostrárselo al mundo―, pero también las que Alex Garland filma con su cámara de cine. De este modo, la película es en todo momento la captura de una captura. Y la reflexión sobre las formas, por tanto, inevitable.
La guerra civil está cerca de su final. Esto es, en realidad, casi lo único que sabemos del conflicto. La película (de forma muy acertada) se niega a informarnos sobre sus detalles. Tampoco define con claridad quiénes son los buenos o los malos. Es ambigua y poliédrica. Sus personajes son contradictorios e imperfectos. Esto no es baladí, ni mucho menos un descuido de Garland ―un excelente escritor, por cierto―. La narrativa del film ―en un mercado peligrosamente dominado por títulos simplistas― nos trata como adultos inteligentes. Nos exige, en definitiva, una visión activa hasta el final. Y nuestra reflexión debe hacerse al mismo nivel.
Los fantasmas del pasado
Lee (Kirsten Dunst) y Joel (Wagner Moura), su compañero, quieren llegar a Washington para conseguir una última declaración del presidente antes de que acabe la guerra y, con toda seguridad, lo ejecuten. El camino es peligroso. Es una misión suicida. Pero ellos lo sienten como un deber moral, una deuda a pagar con la Historia.
A la hazaña se unen otros dos personajes: Sammy (Stephen McKinley), un periodista mayor que se niega a jubilarse, y Jessie (Cailee Spaeny), una chica muy joven que quiere seguir los pasos de Lee. Tiene más de veinte años, es una adulta en pleno derecho, pero la elección de casting ―tal vez identifiquen a Cailee Spaeny como la Priscilla de Sofía Coppola― es muy intencionada y su aspecto (en parte también por la caracterización) parece mucho menor, casi adolescente. Después entenderemos el motivo.
Jessie es un personaje espejo de Lee (de esto no hay duda): Las dos empezaron a hacer fotos a la misma edad, las dos tienen a su familia en una granja ―«fingiendo que nada de esto está pasando»― y las dos son mujeres independientes y fuertes en un mundo tradicionalmente masculino ―que desde luego ha cambiado desde los tiempos de Ernest Hemingway como corresponsal de guerra, pero tampoco tanto―. La irrupción de este fantasma del pasado ―una chica con fuertes convicciones, pero todavía inexperta― y de Sammy ―que se intuye como un viejo mentor― obligan a Lee a revivir, todavía con más intensidad, su pasado. Todas esas imágenes horribles que han compuesto su vida.
¿Pueden las imágenes salvarnos?
En una de las últimas escenas distendidas del film (y no hay demasiadas), Garland nos lanza la pregunta de forma explícita. El grupo está esperando a que pase la noche, escondidos entre unas ruinas indescifrables ―ni siquiera ha sobrevivido en el lugar la referencia de lo que solía ser―. El cielo se ilumina con el fuego de una batalla cercana. Y Kirsten Dunst, de nuevo rememorando las imágenes de su vida, le plantea el debate a su compañero (Wagner Moura). Todos estos años, siempre que iba a fotografiar una guerra, pensaba estar enviando una alerta a casa. Pensaba que las imágenes servirían, al final, para evitar que les sucediera lo mismo a ellos (a EEUU, por supuesto). Y, sin embargo, todo ese sacrificio, todos esos años conviviendo con el horror ―registrándolo sin intervenir― parecen no haber servido para nada. ¿Para qué, entonces, ha estado tomando todas esas imágenes (con la cámara, pero, lo que es peor, también con su propia retina)?
Alex Garland nos lanza así la pregunta sin remilgos y sin ofrecer ninguna respuesta. Pero es cierto que la reflexión de Lee (Kirsten Dunst) lleva implícita un cierto pesimismo. La fórmula elegida para hacer la pregunta, para nada sutil, ofrece al mismo tiempo su respuesta. Eso sí, fuerza al espectador a componerla en su cabeza.
Una posible ética del registro
Este mecanismo se repite de forma reiterada en el guion de la película. Y es interesante detenerse en ello. (Y a partir de aquí detallo acontecimientos claves de la trama. Estáis avisados.) En otra escena, Lee instruye a su indeseada pupila ―indeseada ante todo, porque cabe recordar que ella nunca aprueba la inapropiada presencia de la chica (y esto tendrá importancia más adelante)― sobre la importancia de mantenerse distanciada del horror. Tienes que hacer las fotografías sin implicarte, ni física ni emocionalmente. En eso consiste este trabajo. En ese momento, Jessie (Cailee Spaeny) le lanza a Lee la pregunta clave de la película: «Si me disparasen, ¿Harías esa fotografía?».
Kirsten Dunst no responde. O, mejor dicho, responde con una de sus lacónicas y gélidas miradas (que adopta durante la mitad del metraje). No expresa nada. Si bien ese silencio puede leerse de forma lógica como una afirmación, aquí el mecanismo resulta ser una trampa. El espectador completa la respuesta con un sí rotundo ―el que calla otorga― y la película se toma su tiempo, un tiempo considerable, para darnos la verdadera respuesta. Cuando el entrañable Sammy (el viejo periodista al que interpreta Stephen McKinley) muere, Lee sí toma esa fotografía de su cuerpo ensangrentado.
Pero, inmediatamente después, en un primer plano (muy recalcado por el director) el personaje decide borrar esa imagen de su cámara. Su personaje ―Alex Garland, en realidad― establece así una moralidad, una ética. Ahí está el límite que hay que imponerle a las imágenes. Por encima de la vocación de documentar los hechos, debe colocarse la dignidad de los nombres y apellidos. Igual que no todo es admisible en el contexto de una guerra y exigimos siempre que se cumplan los derechos humanos, tampoco todo debe ser admisible en el campo del registro de la guerra. Esta mirada humanista es fundamental. Pero el pesimismo patente en la película acabará convirtiéndola en una tragedia.
La tragedia de la transposición
Lee ha visto de todo. Está tan atormentada por las imágenes y remordimientos que al final de la historia casi no puede moverse. Estamos en el clímax de acción de la película (y el emocional ocurrirá en breve) ―están a punto de entrar en la Casa Blanca y lograr in extremis su objetivo― y, sin embargo, la supuesta protagonista está inmovilizada. No es un eufemismo: No puede moverse. Esto no puede ser más contraintuitivo en un guion. ¿A quién se le ocurre quitarle las fuerzas para moverse a la protagonista precisamente en el momento de actuación clave? Es una decisión muy significativa. Lee ha dejado de facto de ser una fotorreportera de guerra en el momento más importante de su carrera. El cambio del viaje ya es total en ella.
Es Joel (de forma nada inocente) el que la arrastra de vuelta a la acción. Agarra a Lee del chaleco, evita que los tanques le pasen por encima y obliga a su amiga a seguir sacando fotos. Y mientras tanto, la hasta entonces inocente e inexperta pupila ha adquirido la actitud contraria. Está radiante. Cualquier atisbo de miedo ha desaparecido definitivamente de su mirada. Ya no es una niña asustada. Todo lo contrario. Y es esa ausencia fatal de miedo la que acaba colocándola en la trayectoria de un disparo.
En realidad, lo que sigue a continuación es una imagen más o menos tópica. Este es el clímax emocional: Un personaje ―Lee― se lanza al aire (en cámara lenta, por supuesto) para evitar la muerte de otro ―Jessie―, asumiendo en su propio cuerpo el proyectil. Es una transposición. Un sacrificio clásico. Pero lo importante aquí no es la acción, sino lo que significa la imagen. Se ha establecido de forma rotunda que Jessie es un trasunto de Lee. Por tanto, Lee no está salvando a Jessie, se está salvando a sí misma. En su momento de mayor debilidad física y espiritual, está restaurando su pasado, poniendo el contador a cero. Está apostando por una nueva generación, por alguien que haga mejor las cosas, con más humanidad, y pueda acabar por fin con la guerra.
Y, sin embargo, en ese momento de belleza incontestable, sucede lo más terrorífico de la película. Jessie, ya salvada, desde el suelo, saca su cámara y dispara contra Lee, contra su mentora. Ella sí saca esa fotografía. Captura de forma frontal el momento en el que la matan. Las implicaciones de esa decisión son terribles. No solo muere Lee, muere el último atisbo de una posible ética que quedaba entre los personajes. El sacrificio no solo ha sido absurdo, ha empeorado el mundo.
El pesimismo que esto refleja es aún mayor si damos un par de pasos hacia atrás. Porque la transposición no solo es física. Jessie se ha convertido por entero en Lee. Una versión de Lee sin sus traumas, pero también sin su ética. Y, de golpe, ya no parece una adolescente. En un corte de montaje, por arte de magia, pasa a aparentar diez años más. Su rostro es ahora igual de gélido e inexpresivo que el de Kirsten Dunst.
La importancia del subtexto y la mercantilización del cuerpo
Pero, lo que es más relevante, Jessie pasa también a ocupar el lugar de Lee junto a Joel. ¿Me seguís? Esto no tendría por qué dar pie a más interpretaciones ocultas y el análisis bien podría concluirse aquí, si no fuera por el subtexto que la película ha plantado en mitad de una escena de acción (de forma muy inteligente) ―justo antes del final del segundo acto―: Antes de invitarla a unirse a su misión suicida, Joel estaba intentando ligar con Jessie, intentando llevársela a su habitación. Con estas mismas palabras se expresa.
Después de eso, Joel toma la decisión ―claramente equívoca e ilógica― de que Jessie les acompañe ―si no fuera por eso, los fantasmas no hubieran atacado a Lee― y puede interpretarse que es él ―Joel― quien cambia a su amiga (que está sufriendo las consecuencias propias de la madurez), empujándola a la muerte, por otra mujer mucho más joven y sin defectos de carácter. ¿A qué clase historia sórdida hemos estado asistiendo todo este tiempo?
Como he dicho al inicio, esta es una película poliédrica, ambigua y con personajes contradictorios. Eso es, en realidad, lo que define a una buena historia. El film no solo habla del registro de la violencia, sino también de cómo se mercantiliza a las personas. La guerra mercantiliza a los soldados, los convierte en un capital, un número descente. Convierte a seres humanos en fotografías de cadáveres (poca diferencia entre la cámara y la fosa común) y, por supuesto, intercambia a una persona por otra sin ruborizarse ―igual que Joel intercambia a Lee por Jessie (mucho más útil en el campo de batalla)―.
¿Existe una imagen objetiva?
¿Pueden las imágenes salvarnos? La pregunta no tiene una respuesta. De hecho, es una de esas preguntas que solo plantean más interrogantes. En primer lugar, ¿qué es exactamente una imagen? ¿De qué estamos hablando?
Hay otra escena interesante en la película que merece la pena comentar. Los personajes llegan a un pueblo, en apariencia pacificado ―es un pequeño oasis en mitad de la guerra civil, sin violencia ni armas―. Y en esa escena viven los personajes su mayor momento de felicidad y tranquilidad en la historia. Pero justo antes de acabar la secuencia, Alex Garland cambia la angulación de la cámara y, en un pequeñísimo movimiento vertical, nos muestra a unos francotiradores en un tejado detrás de ellos. Preparados para disparar.
Las imágenes no son objetivas. Nunca lo serán. No hay demostración más adecuada. Basta con variar dos centímetros el encuadre para que cambien su significado por completo. Y precisamente esta condición, tan extraordinaria, hace a las imágenes terriblemente peligrosas. ¿Podemos confiar en las imágenes? No, no podemos. No deberíamos, al menos.
¿Tienen que ser las imágenes las que nos salven? Tal vez no. Tal vez las imágenes en sí mismas no tengan ningún poder. Y puede que sea bueno que sea así. Al fin y al cabo, las imágenes son solo fotones ―partículas electromagnéticas― impactando contra un sensor que las transforma en ceros y unos (en el mejor que los casos, provocan una reacción química). ¿Vamos a confiar nuestro destino a ceros y unos en un disco duro? No parece muy inteligente. Tal vez las imágenes solo existan para que nos salvemos nosotros mismos.