La última película de Peter Bogdanovich
En la secuencia que cierra ‘She’s funny that way’ (2014) ―la que sería la última película de Peter Bogdanovich― la protagonista, una eterna aspirante a actriz con un excesivo e hilarante sentido del optimismo que interpreta Imogen Poots, tras noventa minutos de sus variopintos enredos románticos, bajo los códigos y la estructura de la screwball comedy (y de la forma más conservadora imaginable), revela por fin a la prensa con quién está liada ahora: Las puertas del local en el que la entrevistan se abren y entra Quentin Tarantino, interpretándose a sí mismo de forma explícita.
En apenas un minuto de diálogo (con la acelerada velocidad de habla característica de Quentin, eso sí), Tarantino pone en evidencia, por si alguien todavía no se había dado cuenta, que todo lo que acabamos de ver, la película entera, es en realidad una copia de ‘Cluny Brown’ (1946), una cita constante a nivel argumental y temático, un homenaje definitivo al film que Ernst Lubitsch había dirigido casi siete décadas antes, pero también a todo el género en el que se adscribe. La película, un epitafio bastante pobre a la carrera de Peter Bogdanovich, rinde cuentas con un cine ―el clasicismo producido dentro del sistema de estudios― que no solo ya no existe, sino que dejó de existir cuando la generación que tiene entre sus mayores representantes al propio Bogdanovich, el New Hollywood, tuvo que tomar los mandos en la crisis provocada por su agónica muerte.
“Si en lugar de nueces a las ardillas, te apetece darle ardillas a las nueces, ¿quién soy yo para decir nueces a las ardillas?”, es la frase que Charles Boyer le dice a Jennifer Jones justo antes de que se enamoren y se detone el argumento de ‘Cluny Brown’. En la versión de Bogdanovich, es Arnold (Owen Wilson), un director de cine (precisamente, un director de cine) en horas bajas, pero burgués y adinerado, un cínico recalcitrante y que tiene como su pasatiempo favorito engañar a su mujer, el que utiliza la frase para ligar con chicas desgraciadas, todas sumidas en la pobreza, a las que promete cambiarles la vida. Para seguir hablando del amor entre distintas clases sociales, el escritor al que daba vida Charles Boyer se convierte aquí en un cineasta. Y su interés romántico, el personaje de Jennifer Jones, una criada que solo tiene las tardes de los miércoles libres (y se lamenta porque el cine abre solo por las noches), se traslada al rol de una prostituta, la protagonista, Imogen Poots.
Pero (y aquí reside lo interesante), no nos apresuremos, ‘She’s funny that way’ no es una reescritura perse. Aunque ambas comparten elementos argumentales y temáticos, no estamos ante un remake que trate de modernizar la propuesta de Lubitsch ―como sí sucede (homenajeando en ese caso al melodrama) en el film de Todd Haynes, ‘Far from Heaven’ (2002), con ‘All That Heaven Allows’ (1955)―. Esto es otra cosa. El personaje de Orson Wilson no utiliza la frase de las ardillas de forma honesta, como sí lo hacía Boyer, sino que está citando directamente a Lubitsch, conociendo el film, lo está pervirtiendo, igual que si cualquiera de nosotros empezáramos a emplear frases míticas de la historia del cine con el mismo motivo. Para este director, que miente sobre su nombre, que se ha creado un personaje para seducir a mujeres y cree ser un gran galán, el cine, la ficción, no es más que un medio para tener relaciones sexuales espóradicas. El cine, parece decir Bogdanovich, ha caído en manos de tipos corruptos, de pervertidos y adúlteros que solo quieren sacar partido personal de malas películas, de productos que se limitan a imitar otro, y que, en el mejor de los casos, rezuman una falsedad descarnada. Y no se equivoca.
Al final de ‘Cluny Brown’, Boyer y Jones acaban huyendo juntos, se casan y tienen una vida fantástica paseando por la Quinta Avenida, nada menos. El mensaje sobre la búsqueda de la felicidad, incluso en un ambiente de preguerra (la película se rueda nada más acabar la Segunda Guerra Mundial, pero su acción ocurre en 1939), que propone Lubitsch no podría ser más claro y esperanzador. La frase de las ardillas y las nueces quiere decir exactamente lo que quiere decir: tienes que vivir a tu manera, y si te apetece darle ardillas a las nueces, eso es lo que tienes que hacer. Sin embargo, Bogdanovich convierte esas palabras en un engaño más, en otra mentira que no sirve para nada, algo que se olvida en cuanto acaba la proyección. Y Orson Wilson e Imogen Poots no acaban juntos, todo lo contrario. La sociedad ya no parece admitir finales felices obvios y, desde luego, uno no puede, en absoluto, fiarse de los directores de cine.
La periodista que estaba entrevistando a Izzy (Imogen Poots) estalla en reproches contra ella y Tarantino al enterarse de que todo el rollo que le acaba de contar ―y por extensión, nos acaba de contar― no es más que una copia. A lo que la protagonista responde, y con toda la razón, “¿Qué no es una copia hoy en día?” Ella ha acabado con Tarantino, añade, porque es el único que ama el cine tanto como ella.
Peter Bogdanovich ―que igual que Tarantino había sido un director con vocación de actor― elige para cerrar su última película precisamente al director al que se le atribuye la invención de la posmodernidad cinematográfica. Aunque conviene utilizar este tipo de sentencias con mucha cautela ―había características posmodernas, y de sobra, en los años 70’― su obra sí dinamitó la estética posmoderna y cambió la industria de los noventa. Quizás el movimiento (si se puede hablar todavía de movimientos) más relevante y rompedor desde los nuevos cines, y en el particular que nos ocupa, el New Hollywood. El pastiche, la reescritura, la hipertextualidad, la fragmentación, la mezcla de géneros, a partir de Quentin Tarantino ya no solo son válidos, sino que conforman el modelo predominante. Esta elección de casting no es para nada arbitraria, no lo descartemos solo como un cameo divertido. Parece la forma final que encuentra Bogdanovich (que llevaba casi trece años sin conseguir levantar una película y que levanta esta a duras penas) de despedirse, de aceptar el relevo generacional.
‘She’s funny that way’ (si bien tiene elementos que muestran la brillantez de su director y resulta en general divertida) es por lo demás bastante torpe ―desde su retrato banal y misógino de la prostitución, que, como el cine al que homenajea, pertenece ya a otro siglo, pasando por una planificación accidentada y sin demasiadas ideas―, no es realmente la última película de Peter Bogdanovich, que estrenaría años más tarde un documental sobre Buster Keaton, ‘The Great Buster’ (2018), trasladando su homenaje del screwball al slapstick (y que, además, resulta un cierre muchísimo más digno a su carrera) pero sí es su última ficción y la única que dirigió para el cine en sus dos décadas finales de carrera. Además, el juego de palabras con el film de Bogdanovich era tan obvio que me resultaba difícil no hacer uso de él.
En ‘The Last Picture Show’ (1971) o, esta vez sí, ‘La última película’ de Peter Bogdanovich, dentro de su primera etapa como director y en una fecha (nada más estallar la mencionada crisis del sistema de estudios), mucho más cercana al film de Ernst Lubitsch que a su supuesta reescritura, Bogdanovich ya empleaba de forma explícita la cita a otras películas como medio para reflexionar sobre el propio cine: la etapa en la que se encontraba y cómo el estado de la sociedad estadounidense se trasladaba a la exhibición, ambas en un muy mal momento, y, por tanto, debía condicionar también las propuestas artísticas.
El western épico, ‘Red River’ (1948) de Howard Hawks ―que los protagonistas, dos amigos íntimos en su peor momento, van a ver antes de que uno de ellos se marche a la guerra de Corea (seguramente a morir) y de que el cine del pueblo cierre de manera definitiva (es la última proyección porque la gente ha dejado de ir a ver películas para ver solo televisión)―, ha dejado paso al western crepuscular. Ya no hay lugar en 1971 para la épica, el cine ya no puede tener una planificación tan expresiva como la de la secuencia de Hawks que Bogdanovich muestra en la pantalla del cine ―y que, a su vez, Howard Hawks rodó muy influenciado por el cine soviético de Eisenstein (la cita siempre ha existido)―. El cine se cierra, ahora solo queda la memoria del western épico, del tiempo en el que todavía se podían contar las cosas con ese ímpetu.
Y, desde luego, como descubrimos momentos después, cuando Sonny (Timothy Bottoms) habiéndose quedado solo en el pueblo se topa con el cadáver de otro de sus amigos, cruelmente atropellado, tampoco hay aquí espacio para finales felices. Es inevitable relacionar ‘The Last Picture Show’, una película que se desarrolla antes y durante la guerra de Corea, también con ‘Cluny Brown’, que tiene lugar con el fantasma de Hitler amenazando con declarar la Segunda Guerra Mundial. Es innegable que la película de Lubitsch marcó muchos de los temas que se repetirían en la filmografía de Bogdanovich. Ambas hablan del amor entre distintas clases sociales. Sin embargo, en el triángulo amoroso de la historia de Sonny y Duane (Jeff Bridges) es ella, Jacy (Cybill Shepherd), la que pertenece a una clase superior y que no debe mezclarse con chicos pobres que trabajan todo el día. Y la tesis de Bogdanovich acaba siendo mucho más pesimista, cuando, al contrario de Boyer y Jones, ninguno de los dos acaba con la chica y, por si fuera poco castigo, siguen manteniendo su clase social paupérrima al final de la cinta.
‘The Last Picture Show’ es un coming-of-age, pero en el que los protagonistas, después de graduarse, no sólo no son más felices, sino que se acaban corrompiendo, heridos irremediablemente por la vida y sin esperanzas de ningún tipo por delante. Es un retrato de una generación perdida. Al principio de la película Sonny y Duane iban a ver ‘Father of the Bride’ de Vincente Minnelli (1950) al cine (entonces tenía todavía muchísimos espectadores). Es la única otra película que Bogdanovich muestra proyectándose. Una comedia en la que los personajes gozan de un final positivo. Sin embargo, la última película es ‘Red River’, que habla fundamentalmente de alguien que se ve obligado a dejar su tierra para buscarse una vida mejor, y en la que los personajes acaban peleándose. Peter Bogdanovich nos ofrece una interesante reflexión sobre cómo el cine, la imagen cinematográfica, debe corresponderse con la imagen real de una sociedad para que ambas puedan abandonar la crisis y progresar juntas.